“En el ámbito tributario español, la presunción de inocencia del pequeño empresario o profesional autónomo es, en la práctica, una entelequia. Hacienda actúa sobre ellos bajo un principio de sospecha estructural: cualquier ingreso mal clasificado, cualquier factura olvidada, cualquier descuadre menor, se convierte en indicio de fraude. Y es que el autónomo se ha convertido en un presunto culpable.”
En España, ser autónomo es una vocación de riesgo. Hay que tener un par para iniciar una actividad empresarial o profesional y si no estás en el grupo de los subvencionados o en los programas de ayudas al emprendimiento, ni te lo plantees, el edadismo también te come las iniciativas. No es país para los puretas.
No se trata de emprender, de crear, de aportar valor al tejido productivo. Si te atreves a dar el paso, ten en cuenta que para el Gobierno más bien pareces alguien que trata de encubrir una actividad criminal disfrazada de negocio, de papelería, de guachinche, de taller, peluquería, estudio de tatuaje, etcétera. Y con eso, ojo con las facturas trimestrales y cuotas que no perdonan ni en agosto, ni en Navidad, ni en Semana Santa, ni en los cientos de puentes festivos. El autónomo, al que cada vez le cuesta más sobrevivir a base de bocatas y justificantes fiscales, es considerado hoy por la Administración como un presunto delincuente en potencia.
La relación entre Hacienda y el pequeño empresario recuerda más a una novela de Kafka que a un Estado de Derecho. En lugar de presunción de inocencia, lo que se presume es que esconde algo. ¿Una factura sin declarar? ¿Un céntimo de IGIC –o IVA en la Península Ibérica– bailando en una declaración? ¿Un ticket que no encaja en la narrativa fiscal? Da igual. Te enviarán una carta negra, a ser posible un viernes por la tarde o en vísperas de puente en la que se insinúa que algo huele mal en tus cuentas. Y no, no es lo podrido de la nevera porque llevas ocho horas sin suministro eléctrico.
Este enfoque, sostenido por un aparato burocrático automatizado y criterios muchas veces opacos, se traduce en requerimientos frecuentes, procedimientos sancionadores por errores de forma, y un trato cuasi inquisitorial en las inspecciones. Todo ello sin distinguir entre el descuido y la voluntad de defraudar, lo que vulnera principios esenciales del Derecho Administrativo y Fiscal.
Mientras las grandes corporaciones afinan sus estructuras fiscales con orquestas de asesores, el del bar de la esquina tiene que justificar hasta los posavasos de propaganda. Y el de la ventita de la esquina, que a duras penas factura 1.200 euros al mes, es una amenaza para el equilibrio presupuestario. Y el carpintero –si lo encuentras– que trabaja doce horas diarias, es un sofisticado evasor si se atreve a cobrar en efectivo. Y no digamos de los que se dedican a criar gallinas, que las 12 horas de jornada son de lunes a lunes.
Lo cierto es que estructuras societarias complejas con ingeniería fiscal agresiva reciben un tratamiento marcadamente menos hostil. La doble vara de medir no es solo injusta: es desincentivadora. El Estado lanza mensajes contradictorios al castigar al que crea empleo y se esfuerza por cumplir en un entorno legal sobrecargado y ambiguo.
Eres un «sujeto pasivo». Y pasivo te quedas cuando recibes un requerimiento que te da cinco días para presentar lo que sea, bajo amenaza de sanción. Todo muy garantista, lo cual te anima a seguir. Pues parece que no ¿Cuántos autónomos se han ido al paraíso de la subvención? ¿Cuántos han cerrado? Solo mira a tu alrededor. Mientras tanto los gobiernos –todos– te hablan de subvenciones y ayudas. ¿Ayudas a que? Al emprendimiento, por ejemplo, si no superas los 30. ¿Y el resto? Lo dije arriba. Edadismo discriminatorio.
No hay cultura de colaboración. Hay fiscalización por defecto. Y lo más trágico es que muchos lo asumen como parte del paisaje: “Es lo que hay”, te dicen mientras rellenan su modelo 303 con la resignación de quien sabe que Hacienda no duda: sospecha de ti siempre.
Claro, luego vienen los discursos del emprendimiento, la innovación y el tejido productivo. Que si hay que apoyar a los autónomos, que si son el motor del país. Motor sí, pero sin aceite, sin gasolina y cuesta arriba. Porque, a la hora de la verdad, el trato que se les da es el de quien vigila al enemigo. Y no el de quien sostiene la economía real, esa que no cotiza en el IBEX, pero paga religiosamente —y sin rechistar— hasta por respirar. Y es lo que hay que hacer, pagar y colaborar con el fisco.
La pregunta es: ¿cuánto aguanta una sociedad que penaliza al que se levanta a las seis para sacar adelante un negocio y bendice al que se esconde detrás de una SICAV?
En Francia, me cuenta mi hermana, si eres autónomo y facturas menos de 77.000 euros anuales, te acogen en el régimen micro-entrepreneur, que traduce a algo así como: haz tu trabajo y no te volvamos loco. La cuota fija es simbólica —prorrateada, según ingresos— y el sistema fiscal está pensado para que cumplas, no para que huyas. Allí no tienes que pagar 300 € al mes, aunque no factures ni un cruasán o una omelette.
Y, en Portugal, me cuenta mi cuñado, si eres trabajador independiente con bajos ingresos, puedes acogerte al llamado régimen simplificado. ¿Suena bien? Es porque lo es. Tampoco te acosan si un trimestre no te da para presentar veinte formularios. Allá se parte del principio de que trabajar no es delito.
Mientras tanto, en España se parte del principio contrario. Aquí, la presunción no es de inocencia, sino de fraude en grado de tentativa. Por eso, si te equivocas con el modelo 130, te llega una sanción. Y si corriges el error, también.
Por lo que resulta urgente una revisión del enfoque tributario hacia los autónomos. No desde la retórica del “apoyo al emprendimiento”, sino desde una reconstrucción del principio de confianza mutua. Porque, sin ella, el sistema seguirá persiguiendo sombras mientras ignora a quienes operan en la penumbra con total impunidad.