«Entra dentro de la lógica que, si se concibe la declaración del acusado como un medio de defensa y no como una prueba de la acusación, aunque pudiera tener efectos incriminatorios, su interrogatorio se intente una vez practicadas las pruebas propuestas por esta última, de forma que pueda reaccionar, en ejercicio adecuado de su derecho de defensa, frente a los elementos incriminatorios que hubieran resultado de aquellas». Esto dice el Tribunal Supremo.
Y no como ahora, que el acusado declara primero.
Cuando he solicitado esta práctica –tres veces, para ser exactos–, en dos ocasiones me la denegaron. Pero ahora, con la nueva norma, parece que lo lógico será que el acusado declare el último. Tremendo avance.
Esta modificación del artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal está incluida en el Proyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, aprobado el pasado 19 de diciembre por el Congreso de los Diputados –como ya adelanté en mi anterior artículo–. La entrada en vigor de esta reforma se fijará tres meses después de su publicación en el Boletín Oficial del Estado (BOE).
El cambio introduce un nuevo orden de actuación en el juicio oral. Sí, el artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ese vetusto precepto que desde 1882 estaba diseñado para facilitar condenas, ha sido despojado de su disfraz de tradición intocable e inquisitorial. Y pese a quien pese –fiscales, acusadores particulares o algún que otro miembro de la carrera judicial–, el acusado dejará de ser el cordero sacrificial lanzado al matadero judicial.
Con la reforma recién salida del horno legislativo, las reglas cambian. Esta vez, no es un giro al pasado medieval, sino un tímido paso hacia algo que, dicen, es justicia moderna.
Antes de este soplo de aire fresco procedimental, el acusado hablaba primero, dejando escapar respuestas en su interrogatorio que luego testigos, peritos, fiscales y abogados de la acusación usaban para ajustarle la soga al cuello. Una coreografía judicial diseñada para que el acusado se auto inmolara bajo la apariencia de estar defendido.
Ahora, el guion se reescribe. El acusado podrá escuchar primero el desfile de pruebas y testigos y, solo entonces, decidir si habla o guarda silencio.
El Tribunal Supremo, en una especie de epifanía judicial, ha recordado que el famoso artículo 701 jamás dijo que el acusado debía hablar primero. Simplemente, hace 142 años alguien pensó que era una gran idea mantener esta práctica heredada de los juicios inquisitoriales, donde el acusado no declaraba, sino confesaba, entre lágrimas y promesas de arrepentimiento.
Esta nueva lógica tiene sentido: ¿qué mejor manera de ejercer el derecho de defensa que conocer primero de qué se te acusa y con qué pruebas?
Además, la reforma acaricia tímidamente los principios de la Convención Europea de Derechos Humanos, como el de «igualdad de armas». Aunque, siendo honestos, a muchos fiscales esta idea debe haberles caído como un jarro de agua fría: ahora tendrán que construir su caso sin la ventaja de la palabra en falso del acusado para apuntalarlo. Lo mismo ocurre con las acusaciones particulares.
Lo más irónico es que esta reforma no es más que un tímido retorno a lo básico: recordar que el proceso penal debe ser un mecanismo diseñado para proteger la presunción de inocencia. Así, el acusado podrá hablar al final del juicio, tras haberse desgranado las pruebas en su contra.
Eso sí, no todo son cambios revolucionarios. La última palabra del acusado permanece, una concesión simbólica que, en muchos casos, sirve para adornar el cierre de un juicio o, en el peor de los casos, para desbaratar toda la defensa. Pero bueno, al menos ya no será el primero en hablar.
En resumen, bienvenidos a una nueva era del proceso penal. Queda por ver cómo se desarrollará en los juzgados del Reino.