Por muchas reformas que nos prometan –como la de la justicia, que entra en vigor el 3 de abril–, los pasillos de la burocracia siguen multiplicándose como laberintos infinitos, poblados por una legión creciente de funcionarios. Cada vez hay más. Y sinceramente, no recuerdo a ningún niño que, en su etapa de infancia, al preguntarle “¿qué quieres ser de mayor?” respondiera: “Yo, funcionario”. Eso, jamás. Quien elige ser funcionario lo hace por sus privilegios.
Aclaro que no hablo de quienes, por vocación, utilizan las vías del funcionariado para desempeñar labores esenciales: médicos, jueces, docentes, entre otros. Me refiero al funcionario o funcionaria rancio, gris, inhumano, malhumorado… el de: “Le falta a usted una póliza”. Tampoco incluyo aquí a los de Hacienda, que siempre vienen con el café tomado de casa y son magníficos. Por si.
Mi amigo Ralph, en una de sus historias, se refiere a aquellos que vieron en el funcionariado la única manera de entrar al mercado laboral. Para muchos, no es un servicio público, sino “el puestito”. Y el ciudadano, el administrado, su semejante, no les importa lo más mínimo. Una vez dentro, ¿quién los mueve? Según Ralph, ser funcionario, en España, parece heredarse, como en aquella película de Berlanga, El verdugo.
La administración pública española ha decidido engordar sin miedo al colesterol institucional. Desde 2008, la maquinaria estatal ha sumado más de 134.000 trabajadores, y solo en 2024 casi 30.000 nuevos empleados se han incorporado. Esto representa un incremento del 6,75 %, más del doble del crecimiento medio de la afiliación en otros sectores. Mientras el turismo, nuestra gallina de los huevos de oro, se esfuerza en crecer un 4 %, el Estado engorda su aparato con una elegancia que roza la inflación.
Como ejemplo curioso, tras los efectos de la DANA, Sánchez anunció la incorporación de 100 interinos al sistema público “para ayudar”. Pregunté a varios amigos de la Comunidad Valenciana si notaron algún cambio. La respuesta fue, como era de esperar, unánime: no.
Pero no nos dejemos engañar por las cifras. Detrás del brillo de esos nuevos empleos está el estancamiento. Los demandantes de trabajo siguen siendo 4,4 millones, una cifra fosilizada en el tiempo, como estatuas de sal bíblicas. Y digámoslo claro: muchos prefieren no trabajar. Estar subvencionado o aparentar ser el débil del sistema te garantiza inmunidad. El trabajador débil es bueno; el empleador, malo. Así que acabemos con los empresarios, esos villanos que osan hacer trabajar al prójimo. ¿Verdad, Yolanda? Seguro creció escuchando a Luis Aguilé: Es una lata el trabajar.
¿Y los contratos indefinidos? De magia, nada. Seis de cada diez no duran ni un año.
Otro drama kafkiano es la brecha salarial entre el sector público y el privado. En España, los empleados públicos ganan, de media, un 24 % más que los privados. Este oasis de privilegios nos coloca como líderes de la desigualdad salarial en la UE. En Alemania, la brecha es del 2 %; en Francia, los funcionarios ganan menos que sus homólogos privados. Y, curiosamente, llegan al trabajo desayunados.
Desde 2008, la diferencia salarial entre públicos y privados ha oscilado entre el 23 % y el 25 %, una estabilidad que ya quisieran para sí los contratos temporales. Pero, en un país donde la burocracia es un arte, esta brecha es casi una declaración de principios: cuanto más grande es el Estado, más lejos queda la realidad para quienes están fuera de él.
Así que, mientras Sánchez celebra sus cifras, los ciudadanos caminan por los interminables corredores de esta realidad paralela, preguntándose si algún día encontrarán la salida. Pero tranquilos, que si algo nos ha enseñado Kafka es que, al final del pasillo, siempre hay otro pasillo, con funcionarios que ya han tomado su café.
Todo esto, claro está, no es más que un cuento navideño que mi amigo Ralph –alemán, casado con una norteamericana, y habitual visitante de su familia chicharrera en Garachico– me contó estas fiestas. Él siempre dice que lo que pasa en España no pasa en ningún otro sitio. Somos diferentes.
En cualquier caso, hoy es día de Reyes. Vamos a disfrutarlo antes de que alguien decida eliminarlo, que ya he oído rumores. Mientras tanto, me pongo con el roscón, que, como cada año, me ha regalado Lucas.
LOS LUNES CON JUAN INURRIA – Periódico El DÍA.