Vamos a ver, almas cándidas. Resulta que los aranceles han vuelto a la moda como el pantalón de campana. Ahora, en este revival económico, parece que hemos decidido que ponerle impuestos a lo ajeno es una idea estupenda. Como en los viejos tiempos, cuando Al-Ándalus era un club VIP y los que querían evitar que les metieran un batallón moro en el salón tenían que pagar. Lo llamaban “al-inzal”, y de ahí viene lo de “arancel”. Qué cosas, ¿eh? El lenguaje nos recuerda que la historia es un bucle de idioteces repetidas.
Trump, ese gran firmador con rotulador negro, ha decidido despertar los aranceles, empieza con el acero y el aluminio y amenaza al vino, al aceite y a lo que le plazca, para eso es Trump y amigo de Putin. Lo que no dice es que eso hará la compra más cara para los suyos, los norteamericanos.
¿Y qué hemos hecho los europeos? Pues imitarlo, claro. Con la misma brillantez estratégica con la que un tipo se clava un puñal en el pie porque el de enfrente lo ha hecho primero. La idea es que, si ellos nos encarecen nuestras cosas, nosotros encarecemos las suyas, en un duelo de idiotez a primera sangre. A ver quién se arruina primero.
Lo más divertido de todo esto es que la economía hace tiempo que dejó de obedecer las reglas de la oferta y la demanda. Si no, explíquenme por qué un bolso de lujo fabricado en la misma fábrica que uno de mercadillo cuesta veinte veces más. No es la calidad, no es la escasez: es puro artificio, un timo consensuado que tú aceptas. Ahora los precios los marca cualquier cosa menos la necesidad: que si la envidia, que si el postureo, que si el influencer de turno con su café de 12 euros y su tostada con aire de montaña. Ahí es donde estamos, queridos.
Si no me creen, observen lo que pasa con algo tan cotidiano como la hostelería. Vayan a un hotel. Antes llegabas con tus maletas y entrabas a tu habitación. Ahora te hacen esperar hasta las tres de la tarde, porque, total, si no te gusta, ya vendrá otro con menos dignidad y más paciencia. Y si quieres entrar antes, pagas. No es oferta y demanda, es puro chantaje disfrazado de normativa, esta vez hotelera. Como lo de los aranceles, que no protegen nada, pero te venden la moto de que sí.
Así que nada, sigamos jugando a las guerras comerciales como quien juega al Monopoly borracho. Al final, como siempre, los que pagan son los mismos: usted, yo y todos los que seguimos creyendo que el precio de las cosas responde a una lógica. Ilusos somos de narices. Ahora pegaría aquí un dibujo de Borges, paz descanse. Pero seguimos.
Ahora resulta que una de las ministras recién nombradas, una tal Aagesen, cultiva el nepotismo, como si eso fuera algo nuevo o si lo que cuentan fuera ilegal, el caso es que es nepotismo menor. Veamos.
Vaya, vaya, vaya. Qué casualidad. Qué insólita coincidencia. Una más en este país donde la casualidad tiene más suerte que al que le toca el sueldo Nescafé. Resulta que el 80% de las concesiones públicas a la empresa del hermano de la ministra de Transición Ecológica, Sara Aagesen, fueron contratos menores. Ya saben, esos contratos que se adjudican a dedo, sin pasar por la engorrosa y molesta formalidad de una mesa de evaluación. No vayamos a ponernos exquisitos con la burocracia, vale, que si no las cosas no funcionan como deben. Mamoneo del fino, diría El Carlitos.
Hagamos cuentas, que aquí los números no engañan (los políticos sí, pero eso es otra historia). La empresa Hottinger Brüel & Kjaer Ibérica, en la que el hermano mayor de la ministra, (la cosa va de hermanos) es director de Ventas, parece que ha recibido más de 2,8 millones de euros en concesiones públicas desde que su hermana forma parte del Gobierno. Si sumamos las ayudas recibidas por la empresa del marido y el hermano pequeño de la ministra, la cifra total supera los 3,2 millones de euros. ¿Y qué? Todo es legal. Solo que con Rajoy, la empresa recibió 363.000 euros. Con Sánchez, ocho veces más, como los brazos de un pulpo. Claro que no se trata de ninguna ilegalidad. Todo es ultra legal.
Hablamos de los contratos menores, esos caramelitos administrativos diseñados para saltarse la libre competencia sin despeinarse. No hace falta concurso público, no hay que evaluar ofertas ni comparar precios. Si son de obras, basta con que no pasen, creo que los 40.000 euros; o lo miras en Google. Si son de suministros o servicios, con que no superen los 15.000, ya vale. Lo que se suele hacer es trocear contratos como quien corta una chistorra en un guachinche y repartirlos con elegancia. Sin competencia. Sin preguntas incómodas. Sin más mérito que el del amiguete adecuado en el momento oportuno. Lo llamaremos la “fórmula Aagesen”.
Porque, queridos lectores, esto no es un escándalo, esto es un método. Un procedimiento tan bien engrasado como una cerradura que sólo abre para quien tiene la llave. Mientras el ciudadano medio lucha con la declaración de la renta y el IGIC trimestral, los verdaderos genios de este Reino hacen malabares con las concesiones públicas, transformando la política en un negocio familiar. A nadie le extraña, vale. Y luego nos hablan de ética, de transparencia y de regeneración democrática con la misma convicción con la que los trileros de la calle Castillo juraban que la bolita estaba debajo del coco.
Y lo mejor de todo es que, en el peor de los casos, si alguien se indigna lo suficiente, y esto llega a mayores, la respuesta será la de siempre: no hay nada ilegal. Ya lo decía un personaje de El Padrino: el abogado con su maletín puede robar más que cien hombres con metralleta. Y ahora, a producir y a pagar religiosamente nuestros impuestos y hacer frente al mercado laboral, que vaya, vaya, también.
Hablando de trabajo. Vivimos tiempos de récords, y no precisamente de los que dan medallas en las Olimpiadas. Según el análisis de Fedea, Sagardoy y BBVA Research que leí esta pasada semana, en 2024 más de 2,6 millones de ocupados decidieron que el trabajo era opcional, elevando el absentismo laboral a cotas que ni en la pandemia. En el 2025, la bajita, el permiso y la incapacidad son las santas patronas de la pereza bendecida por el sistema.
Los números lo dicen: el 12% de los ocupados se esfumó del tajo en los últimos trimestres del año pasado, mientras las horas trabajadas subían un triste 1,8%. Podría haber sido una juerga, con el empleo en máximos, pero la productividad por hora trabajada se arrastra como un caracol con resaca, apenas un 1,7% por encima de los días pre-covid, y el PIB por persona ocupada se ha pegado un traspié del 0,2%. ¿Serán los números estos de ultraderecha? O sea, más horas para menos chicha. Un prodigio económico que a ver como mantenemos.
¿Los motivos? Más del 50% de los ocupados trabajadores pasan de los 45 —la edad no perdona y los huesos menos—, las listas de espera en la sanidad pública son un laberinto sin salida y el boom de las enfermedades mentales ha convertido el “estoy harto” en un salvoconducto para quedarse en casa o ir a El Corte Inglés para que se te pase. Añadan las secuelas de la covid, que parecen un invitado que no se va, y listo, dan un resultado de 29.000 millones soltados entre la Seguridad Social y las empresas para financiar esta verbena del pijama. Pero, ojo, que no todos juegan a lo mismo. Los empresarios y los autónomos, esos mártires del capitalismo, no conocen la palabra “baja”. ¿Enfermos? Se toman un ibuprofeno o un paracetamol y a tirar. ¿Rotos? Se cosen con alambre, como Rambo y siguen. Ellos no se rinden al catarro ni al lumbago: son los gladiadores que sostienen el circo mientras los demás, pues ya sabéis los demás. Si quieres tener una salud de hierro, hazte autónomo y veras.
Y luego está el sistema, esa máquina tragaperras que reparte premios a quien sabe pulsar el botón. Con la política económica actual, las bajas se disparan como cohetes en San Fermín. El sector público, con sus tropas algo más veteranas y su blindaje de titanio, saca cierta ventaja en ausencias y superbajas, pero no les lapidemos hoy: ellos no diseñaron la ruleta, solo giran la rueda.
Lo que llegará el día de su fin, por no poder soportarlo ningún sistema es el desfile de bajas largas, esas que arrancan con un “me duele algo” y terminan en un “vuelvo cuando me jubile”. Yo conozco algunos. De 35.000 en 2019 a 133.341 en diciembre pasado. Cuatro veces más, un récord que ni el INE ha podido perfumar, porque ya sabemos a lo que huele. Que sí, que el cuerpo cruje y la cabeza se agrieta, pero esto ya es un bingo donde todos quieren el cartón ganador. Y mientras la Yoli y su coro de Sumar debaten “bajas flexibles” como si fueran cromos de la Liga, empresarios y autónomos seguimos al pie del cañón, enfermos o no, porque parar no está en el diccionario. Yo solo me he puesto malo una vez y fue cuando un amigo me pidió que le avalara para comprarse una Harley. No lo hice, por supuesto.
Así que aquí estamos, en esta tragicomedia donde el trabajo es opcional para muchos y obligatorio para unos pocos. Que siga el baile, que la productividad se hunda como un barco sin timón, y que los que nunca se rinden sigan aplaudiendo con cara de idiotas mientras el telón cae. Total, para qué currar si siempre caerá una ayudita o subvención o una buena indemnización.
LOS LUNES CON JUAN INURRIA