La ministra propuso reducir la jornada laboral a 37,5 horas. No preguntó a los empresarios, tampoco a los autónomos. Junts vota en contra, no por ideología sino por realismo económico: pymes y autónomos, al límite; falta de financiación e irrealidad social.

El Congreso asistió a una jugada maestra en formato exprés la pasada semana. La ministra de Trabajo presentó formalmente su reducción de jornada a 37,5 horas como quien lanza un órdago: una intervención larga en el arranque, un mitin bien empaquetado y apenas minutos para que la oposición pudiera responder. La estrategia no es casual. Si los que tienen que debatir no disponen de tiempo, la réplica es un  eco.

La propuesta la presentó como una conquista social de manual. Para engañar a aquellos que odian a los progres por no tocar la flauta y un perrito a lado. Sin embargo, la historia laboral de España recuerda que las grandes reformas —desde la prohibición del trabajo infantil, la ley de la silla y hasta la creación de los jurados mixtos— nacieron del debate áspero y de pactos que cruzaban ideologías. Hoy, en cambio, la acusación de ser de la fachosfera ha sustituido a la negociación.

Pero cuando se mira la letra pequeña, las cuentas se enturbian, se empañan y se ensucian. España tiene más trabajadores que nunca, sí, pero también más población que nunca, más funcionarios que nunca y más políticos que nunca. Y menos autóctonos con ganas de trabajar. Mientras tanto, el paro juvenil no baja del podio europeo, adquirir una vivienda se convierte en un lujo y mantener la propiedad en otro mayor –los ocupas están más protegidos–, el pequeño comercio sobrevive a golpe de ingenio y los autónomos serán los que trabajen las horas que quieren descontar al resto.  Con estos datos en la mesa, el eslogan de “menos horas, mismo salario” suena al brindis de amiguetes y poco de reforma estructural.

Pero, tranquilos, la ministra no contó con los empresarios para proponer esta rebaja, tan solo con los comegambas, por eso Sánchez está tranquilo , tiene a  Junts, que no compró el relato de la ministra.  Su negativa a tragar con esa ley no se explica por capricho identitario, sino por realismo económico. Y es que los de Junts ven un golpe directo a pymes y autónomos, auténtica columna vertebral de la economía catalana y del resto de lo que queda de España también. Denuncian una ley sin memoria económica, sin incentivos fiscales y sin garantías de productividad. ¿para que? Mientras mas pobres y mas subvencionados, más votos obtendrá la izquierda. ¿no?.

Junts acusa al Gobierno de legislar de espaldas a los empresarios catalanes y de cocinar el texto con sindicatos estatales. Ojo, que a estos ya se sabe los que le gusta de la cocina. Y sospechan que todo obedece más a una cruzada personal de Yolanda Díaz que a una demanda urgente del mercado laboral. Donde está disparado el absentismo, ningún patrio quiere trabajar y hay que importar mano de obra.

Esta reforma no es un no a trabajar menos; es un no a improvisar a costa del empleo y de los que ya soportan la mayor presión. Una advertencia que suena a sentido común en un Congreso cada vez más pendiente de la épica que de la aritmética.

La ministra, entretanto, sonríe. Esa sonrisa es ya un manifiesto: la convicción de que el relato político puede domesticar los números. Pero las cifras, como la realidad, tienen la costumbre de no negociar, ministra de las narices.

Maquiavelo decía: “La naturaleza de los pueblos es voluble; convencerles de algo es fácil, pero mantenerles convencidos lo es mucho menos”. Quizá por eso convenga recordar que las leyes, por muy brillantes que parezcan, solo se sostienen si resisten la prueba implacable de los hechos. Y no hay hechos que sostengan esa ley.

Porque entre el Estado y las grandes corporaciones hace años que se montó una pinza: ellos, a la caza del pequeño, pymes y autónomos, y el pequeño, a la UVI económica. Y, en medio, la España que no encuentra vivienda, que paga el aceite con alarma – cómo el wiski– y que cada mes ve cómo su poder adquisitivo se evapora.

La ministra, mientras, se ríe en su escaño. Esa risa es todo un manifiesto. Cuando el poder se burla, es que ya no se sienten obligados ni a disimular.

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