La apertura del año judicial debería parecerse a ese ritual de los gladiadores antes de entrar en la arena: solemne, repetitivo, con todo previsto y sin sorpresas. El rey preside, la presidenta del Supremo desgrana estadísticas y el fiscal general presenta su memoria. Todo atado y bien atado en el artículo 181 de la LOPJ.
Pero España nunca defrauda: aquí los gladiadores entran ya heridos y el espectáculo deja de ser liturgia para convertirse en tragicomedia.
Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, llegó al estrado no sólo con la toga puesta, sino también con la toga invisible de procesado. Como si Catón el Viejo hubiera vuelto para recordarnos que Roma no paga a traidores, pero en versión patria: aquí se premia a los acusados con discurso institucional retransmitido en directo.
Diez vocales del CGPJ pidieron a Isabel Perelló que convenciera al fiscal para que se quedara en casa. No lo lograron. Las asociaciones de jueces y fiscales se sumaron, apelando al decoro, al rey y a la dignidad de las instituciones. Nada. El guion siguió su curso. Porque —y esto conviene repetirlo para que nadie se confunda— la ley manda que el fiscal presente su memoria. Pero, como decía Sócrates, “no basta con vivir, hay que vivir bien”. Y, en justicia, no basta con cumplir la ley: hay que parecer limpio para sostener la confianza ciudadana.
El líder del PP, Feijóo, decidió no asistir, convirtiendo la ceremonia en un concurso de ausencias y reproches. Bolaños, en cambio, sí estuvo y nos regaló el clásico teatrillo de acusar a la oposición de desconsideración al rey. El guion de siempre: cada cual se envuelve en la bandera de la institución mientras le arranca un jirón al adversario.
El fiscal, con rostro de esfinge, pronunció su defensa: “Estoy aquí porque creo en la Justicia y en la verdad”. La frase podría estar cincelada en mármol en el Foro Romano, pero el problema es que sonó más a declaración de autodefensa que a discurso institucional. Es el precio de hablar cuando tu voz resuena en un estrado que mañana puede juzgarte.
¿Legal? Por supuesto. ¿Ético? Eso ya es otro cantar. Aquí topamos con el divorcio entre la legalidad mínima y la ética institucional. La LOPJ obliga, el EOMF ampara, pero la apariencia de imparcialidad se escurre por el sumidero. Es como si Ulises hubiera regresado de Troya con el caballo todavía manchado de sangre y pretendiera inaugurar la Asamblea como si nada hubiera pasado.
La metáfora clásica no es un capricho. Los romanos entendían que la auctoritas era tan importante como la potestas. La potestas es el cargo, el poder formal. La auctoritas es el respeto que inspira quien lo ocupa. García Ortiz conserva la potestas, pero ha hipotecado la auctoritas. Y sin auctoritas, la toga pesa más de lo que viste.
Y yo, que ahora estoy en Dos Hermanas —sí, la patria chica donde nació el sanchismo para acabar con el PSOE de siempre—, me cruzo con Ramón “el Pollito” en la plaza. Él me pregunta qué pienso. Y yo le repito lo de siempre: todos somos iguales ante la ley… pero la ley no es igual ante todos.