Mientras sigamos fingiendo que el sistema de partidos es compatible con la regeneración democrática, la corrupción no mermará, ya que desaparecer no desaparecerá. No porque no queramos, sino porque no conviene.
Cada cierto tiempo, alguien en televisión —generalmente con cara de persona de película de acción y voz de indignación moral prestada— se pregunta por qué en España hay tanta corrupción. La respuesta es sencilla: la corrupción no es un defecto del sistema, es una consecuencia lógica de cómo está diseñado este sistema. Lo voy a sintetizar con estas letras, pero con la promesa de alargarlo un día de estos.
El sistema de partidos, tal y como funciona en la actualidad, no está pensado para combatir la corrupción, sino para gestionarla. La relación entre poder político, financiación de partidos, estructura institucional y reparto de cargos es tan estrecha, tan dependiente, que pedir que desaparezca la corrupción equivale a pedir que Sánchez no mienta.
Conviene recordar que los partidos no son instrumentos democráticos, son estructuras de poder. La Constitución dice que los partidos son “instrumento fundamental para la participación política”. Pero en la práctica son organizaciones jerárquicas, opacas, y blindadas a cualquier mecanismo de control externo o interno. Las primarias son decorativas, la rendición de cuentas es una entelequia, y el código ético, cuando existe, sirve para envolver burgados.
Los partidos reparten poder como quien reparte promesas en la campaña electoral. Las listas electorales son cerradas —no por casualidad—, lo que significa que los cargos públicos no le deben nada al votante, pero sí a quien les colocó en la lista. ¿Conocen ustedes a alguien de los que aparecen en las listas? Así se perpetúa un sistema clientelar, de fidelidades personales, donde el mérito importa lo justo y la ética es un concepto flexible, subordinado al interés del aparato. Digo partido.
Y, ¿cómo se financian? Esa es otra. Ningún partido puede sobrevivir solo con las cuotas de sus militantes. Todos necesitan financiación pública y privada. Esa parte oscura del balance económico, que en muchos casos se traduce en “donaciones” interesadas, contratos públicos dirigidos, adjudicaciones a dedo o comisiones de ida y vuelta.
La Ley Orgánica de Financiación de los Partidos Políticos ha sido reformada varias veces, pero la práctica sigue igual: las empresas saben a quién tienen que invitar a cenar, y los partidos saben quién pagará la próxima campaña. La simbiosis entre poder económico y poder político no es un escándalo, es un modelo de negocio.
¿Alguien ha preguntado alguna vez por qué las constructoras, las consultoras o los grandes despachos de abogados donan alegremente a partidos que luego acaban licitando millones en infraestructuras, asesorías o externalizaciones? Pues eso.
El sistema institucional premia la lealtad, no la competencia. España sufre de lo que podríamos llamar hipertrofia institucional partidista: desde los consejos de administración de las empresas públicas hasta los tribunales de cuentas, pasando por órganos reguladores, fundaciones o direcciones generales. Todo está politizado. Todo es moneda de cambio.
Este reparto de cromos institucionales —disfrazado de “consenso parlamentario”— tiene un efecto devastador: diluye la responsabilidad política y desactiva cualquier posibilidad real de control. Los que deben fiscalizar al poder han sido nombrados por ese mismo poder. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los informes se retrasen, los expedientes se duerman o los casos se archiven? ¿O de que tu memoria no funcione el día del voto?
Y es que los votantes perdonan casi todo. Y aquí llegamos a la parte incómoda: la corrupción persiste porque, electoralmente, sale rentable. Los casos que estallan —cuando estallan— apenas afectan al núcleo duro del electorado. La polarización lo cubre todo. Y entre votar “a los míos” o castigar la corrupción, mucha gente elige lo primero. Porque “todos son iguales”, porque “no hay alternativa” o porque “mejor que roben los míos”.
Los escándalos se amortiguan en tiempo récord. La estrategia es conocida: negar, desviar, judicializar y dejar que el calendario lo entierre todo. ¿Quién se acuerda hoy de la Púnica, la Gürtel, los ERE o la Kitchen?
¿Reformas? Claro. Pero no las harán quienes viven del sistema. Cada vez que hay un caso de corrupción, el Parlamento se llena de comisiones, declaraciones institucionales y promesas de regeneración. Pero ninguna reforma profunda del sistema de partidos vendrá de los propios partidos. Sería como pedirle a un tigre que sea haga vegano.
Para que desaparezca —o al menos se reduzca— la corrupción, habría que cambiar las reglas del juego, como por ejemplo:
- Listas abiertas.
- Auditorías independientes.
- Financiación estrictamente pública, limitada y controlada.
- Inhabilitaciones efectivas.
- Y, sobre todo, una ciudadanía menos dócil, menos tribal, menos rebaño y más lobo.
Pero ninguna de esas medidas será impulsada por quienes se benefician del statu quo. Porque, insisto: la corrupción no es un error del sistema. Es una función natural del sistema actual de partidos políticos. Si eso no cambia, lo que pasará es que solo cambiaremos de siglas.